(Fragmentos tomados del artículo: Madeleine Delbrêl, el contagio de la fe. Revista Iglesia Viva, nº 286 abril-junio 2021 pp. 79-86). Mariola López Villanueva, rscj.
Vamos a adentrarnos en las búsquedas de esta mujer trabajadora social, poeta y mística de lo cotidiano, urgida a hacer presentir a sus contemporáneos, intensa y amorosamente, la bondad del Dios que la había deslumbrado.
Alegría en tiempos inciertos
Su memoria se nos hace significativa en estos tiempos, afligidos e inciertos, en que vamos saliendo poco a poco de una situación sin precedentes, de un virus que sigue azotando dolorosamente a las regiones más empobrecidas del planeta. Madeleine conoció el sufrimiento y la devastación provocados por las guerras en pleno corazón de Europa, y procuró mantener una esperanza activa en medio de las condiciones más adversas.
Mientras la mayoría de las mujeres de su época vivían la radicalidad de la fe en las estructuras de monasterios y conventos, ella busca recogerse para Dios en las calles y en los rostros abiertos de los otros: «No hemos sido llamados en tal o cual monasterio. Nosotros estamos enraizados en el mundo… Caminamos por rutas que el Evangelio no necesita prefabricar, porque son las mismas rutas por las que caminan, penan, sufren y se desesperan los hombres. Estamos vinculados a lo que ellos viven, a lo que soportan, a lo que les alegra…».
Le atraen fuertemente las regiones fronterizas, esos terrenos minados en los que Dios ha quedado aparentemente ausente, y nos recuerda que no será nuestro activismo sino nuestra alegría la que pueda atraer a las siguientes generaciones. Si Dios no es para nosotros «una felicidad prodigiosa y transformadora, sino solo el telón de fondo de nuestras vidas», podremos hablar de él, pero estaremos discutiendo acerca de una idea y no manifestando un amor recibido.
Su experiencia como trabajadora social en Ivry (un municipio de izquierdas del extrarradio de París), su vida compartida en comunidad y tejida con pobres y pequeños, sus escritos y su propio itinerario vital -del agnosticismo de su juventud al descubrimiento de la fe- la hacen cercana al sin sentido que viven tantas personas y configuran en ella una fina sensibilidad para el encuentro con los diferentes y una apertura cordial al mundo que cristalizó en las aspiraciones del Vaticano II.
Ella vivió los acontecimientos dolorosos de su tiempo desde una fe honda, como resquebrajamientos que nos hacen más aptos y disponibles para Dios; y se embarcó en la causa de la alegría, una alegría capaz de atravesar dos guerras mundiales y continuar manteniendo intacta la esperanza en el ser humano y en el gran misterio que lo habita.
Abrir los ojos a la vida
Vivir el evangelio en lo rutinario de una existencia inmersa en el fragor del mundo, significa, para Madeleine, abrir los ojos a la vida: percibirla, aprender de sus ritmos, amarla tal como es. Dirá a una de sus compañeras, con las que iniciaba la aventura de un proyecto novedoso:
«Siempre imaginamos que para ir son necesarios caminos, etapas, países que cambian. Pero no es ese tu camino. Es simplemente la vida. La vida que transcurre y que nos lleva cuando soltamos las amarras» (AC, 91).
Nada de la vida de los hombres y mujeres de su tiempo le fue ajeno. Madeleine conoció la fragilidad del anonimato de las personas migrantes, dio apoyó a refugiados y participó en la mayoría de las causas justas de su época… En todas las ocasiones, y a veces en soledad, llegó hasta el fondo de las cosas. Su acción cotidiana irá poco a poco impregnándose de una reverencia consciente.
Un gran anhelo de proximidad, de tejer vínculos reparadores en torno a la vida de las personas más lastimadas, la fue conduciendo hacia el trabajo social (al que dota de unos enunciados y un talante humano inhabituales hasta entonces). Ella intenta desplegar, en lo concreto y rutinario, el amor indivisible que nos muestra el evangelio (cf. Mt 22, 37-39).
Experimenta como una provocación a creer más honda y auténticamente sus treinta años inserta en Ivry, «una población sin fe y sin memoria cristiana», a la que amó en sus concreciones y por la que sufrió, pues tenía verdadera hambre de que pudieran dejarse encontrar por Aquel que había invadido tan generosamente su vida. Pepe Rodier (hijo de la Caridad que la conoció personalmente cuando era un muchacho) nos cuenta que supo ganar el corazón de aquellas gentes «a base de diálogo y entrega generosa, hasta hacer suyas las penas y alegrías de los ‘sin nombre’ de las calles que fueron su auténtico templo».
«Cuanto más aman las personas la vida, más adivinan a Dios». Entrado en el hondón de esta vida por su lado más vulnerable, Madeleine la va descubriendo suavemente transfigurada.
Perforaciones cotidianas
Su deseo de caminar en la tierra del evangelio allí donde está la conduce a buscar nuevas modalidades de la oración en una vida en movimiento y devorada por los otros: «Es verdad que hoy uno no puede orar ‘como’ antes, a menos de entrar en un monasterio o en ciertas circunstancias vitales excepcionales. No por ello tenemos que dejar de orar, pero hay que hacerlo de otro modo y ese otro modo es lo que tenemos que descubrir» (AC, 210).
Explorará nuevos modos de encuentro, que podemos adaptar a nuestra época de altas velocidades y de múltiples comunicaciones virtuales, y nos enseñará el secreto para vivir sin asfixiarnos cada uno de los momentos del día: «Nuestro tiempo tiene sus propios respiraderos; a nosotros nos corresponde descubrirlos y utilizarlos… En nuestras vidas sin superficie y sin tiempo, en nuestras vidas sin espacio, no debemos buscar el espacio que antaño reclamaba la vida cristiana. Para la oración tenemos racionado el espacio, y ese espacio que nos falta deben sustituirlo las perforaciones. Estemos donde estemos, allí está Dios también» (AC, 217). Ella se atreve a experimentarlo, desde el espacio primero de su cuerpo hasta los múltiples territorios relacionales donde acontece lo humano, sin excluir lugares ni momentos, todo queda abierto a su transparencia: las calles, la estación de tren, el bullicio del mercado, los edificios abarrotados, los bares, el metro en las horas punta… Ningún instante del día, ni ningún lugar de la ciudad es ya profano, y el ruido de la calle se vuelve para ella tan eco de la Presencia como el silencio del monasterio.
Madeleine apela al espíritu de imaginación y a la creatividad para encontrar momentos de desierto a lo largo del día y hace de la inevitable soledad un espacio bendito y solidario. Nos enseña a tender hacia Dios con todo nuestro ser, allí donde estamos, del mismo modo que respiramos para vivir aun sin darnos cuenta.
En las fronteras de la fragilidad
Entre 1955 y 1958, vivirá años de pérdidas de seres queridos y, a la vez, va a tener una actividad y un trabajo excesivos que hacen mella en su salud y le van a provocar un gran agotamiento. Madeleine vivió su vida apostólica bajo un sustrato de fatiga psíquica que en su existencia sobrecargada no mermó su delicadeza ni su expresión en el afecto. El secreto estaba en la profundidad con que vivía. Aprende a metabolizar desde el evangelio los conflictos y desengaños diarios que la van conduciendo cada vez más hacia lo esencial. Será esta consciencia de su propia fragilidad la que genera en ella una fraternidad entrañable: «El santo sabe que es nuestro hermano en la debilidad … Sabernos débiles en la debilidad común nos permite presentir la buena voluntad y convertirnos, tal vez, desde el umbral del corazón, en una señal del amor de Cristo» (NG, 283).
Ella se sumergió contemplativamente en los rostros que la circundaron con una gran cercanía física y espiritual: «Se nos trata de ‘cuerpos extraños’… Que la fe sea una extraña está en la lógica de las cosas … Pero le prometemos a Cristo que no permitiremos que, por su parte, aquí donde estamos, nuestro cuerpo sea un cuerpo extraño, nuestro corazón un corazón extraño. Estamos dispuestos a todo para que incluso nuestra cabeza no resulte extraña. Entonces aprendemos hasta qué punto la influencia de una vida cotidiana compartida es una maravillosa educadora» (NG, 180).
Portadores de lo humano
Madeleine quiere vivir una fe que pueda irrumpir en los contextos vitales de los hombres y mujeres corrientes: «No venimos generosamente a compartir lo que sería nuestro, es decir, a Dios…venimos como personas que han tenido la suerte de ser llamadas a creer, de recibir la fe, pero a recibirla como un bien que no es nuestro, que es depositado en nosotros para el mundo: de eso deriva toda una manera de ser» (NG, 279).
Ella sacudiría hoy todo aquello que no deja a la Iglesia transparentar el evangelio de Jesús y proclamarlo con lenguajes y modos significativos para nuestros contemporáneos. Considera que el mensaje es el mensajero y no entiende el anuncio de la buena noticia sin que esta noticia esté íntimamente grabada en aquel que la anuncia:
«Cuando ese informante es él mismo testimonio del hecho que anuncia, cuando la noticia anunciada condiciona la vida misma del testigo; una noticia que tiene más que ver con los ‘descubrimientos sobre la vida’ que con una disertación filosófica … El informante es un hombre que apunta al Misterio» (NG, 275).
La manera de entender esta irradiación no toma tanto la imagen de la luz en la ciudad asentada sobre el monte (cf. Mt 5, 14-16) cuanto la de la levadura escondida en la masa (cf. Mt 13, 33); una imagen que inspiró también a muchos de sus contemporáneos y a sus amigos sacerdotes obreros. Para Madeleine es Dios mismo quien se encarga de dar testimonio a través de aquel que lo lleva dentro: «Los testigos se convierten en testigos por aquel que les habita… El lugar de este tipo de vida es el último y el más oculto. Es la condición primera de su germinación y su fecundidad» (CE, 31). El servicio humilde, silencioso y rutinario, el tiempo necesario de maduración de los procesos… se revelan como un antídoto contra la hybris de la inmediatez, la eficacia y la apariencia.
Encuentros bendicientes
Cada hombre, cada mujer, es para ella un libro vivo que ha de ser abierto en las realidades concretas en las que se encuentra porque la lengua muerta carece de vocabulario para decir lo que son, en el mundo de hoy, las huellas de Dios: «Es necesario testimoniarlo a través de toda una actitud de vida, opciones, actos que suponen a Alguien, invisible pero viviente, intocable pero actuante» (NG, 274). Necesitamos aprender la gramática de los rostros, ese lenguaje capaz de tocar otras vidas. Porque un vocabulario ajeno a la vida real no puede evocar nada: «No se puede hablar de la vida con palabras muertas» (NG, 238).
Madeleine aboga por la necesidad de una lengua viva para evangelizar que no se aprende sin contacto vital -hoy nos diría que no nos es accesible virtualmente- sino que necesita tiempo de calidad, conversaciones prolongadas, gratuidad de presencia: detener la mirada, escucharnos sin prisas… porque sólo cuando no subestimamos nada de lo que se refiere a la vida de los demás podemos hablar en un lenguaje que toque su corazón.
Una persona realmente buena produce sobre los otros algo que trasciende el orden del pensamiento, un verdadero fenómeno de oxigenación del corazón: «se dan cuenta de que algo esencial a su vida humana les es devuelto».
Amante de los encuentros, y buscadora de perlas finas en los rincones y lugares más precarios: «Tenemos que reencontrar ese amor personal de una persona por otra…Ya no sabemos encontrarnos unos a otros como un ser humano encuentra a otro en su simplicidad individual. Ya no sabemos llamarnos por nuestro nombre» (NG, 125).
Todo lo que hemos ido viviendo en este tiempo de pandemia ha dejado en nosotros una huella, una anemia emocional, una carencia de abrazos; un déficit de besos, de caricias, de comidas compartidas, de contacto… Madeleine nos diría que es, a la vez, un tiempo extraordinario, una ocasión propicia para el contagio de la fe, para tejer más hondamente esos vínculos que nos hacen vivir.
Porque ¿qué es el evangelio sino el relato de los encuentros de Jesús con personas sumamente vulnerables? y ¿cómo podremos anunciarlo hoy si no es a través de la prolongación vital de esos encuentros sanadores?
En medio de la rutina, del ajetreo cotidiano, del ir y venir de rostros en la ciudad atestada de ruidos, Madeleine supo fijarse en los otros y se desvivió por hacerles presentir un rumor de felicidad, a través del testimonio de una vida sencilla y vinculada, tierna con lo frágil, muy humana.