Se habla mucho en estos días de heridas abiertas y difíciles de cerrar respecto a lo que está ocurriendo en Cataluña y en el resto de España a propósito del referéndum y de una supuesta declaración de independencia. Con las palabras que titulan la canción de Gloria Estefan, inicio mi aportación, mi granito de arena, a la situación que estamos viviendo en estas últimas semanas, en lo que tiene de herida en cada uno de nosotros y en los que nos rodean. Coincide además, con que hoy han salido a las calles en toda España miles de personas vestidas de blanco para pedir el diálogo como vía de solución y la paz como ingrediente imprescindible, en el proceso que estamos viviendo.
Propongo entonces dedicar un ratito a ver qué tipo de herida es esta de la que hablamos, para poder acertar con el tratamiento que precisa. Si queremos buscarle cura, convendremos en que hay que hacer un diagnostico previo porque no se trata igual una quemadura, que una herida abierta o que un rasguño con un metal oxidado, por poner algún ejemplo. Sólo entonces sabremos cómo tratarla y los pasos a dar, que básicamente son: antiinflamatorio, desinfectante y cicatrizante/regenerador.
¿De qué herida se trata? El diagnóstico
Necesariamente la primera pregunta que nos harán en el hospital es ¿Cómo se hizo esta herida? y para contestar tenemos que referirnos al escenario, a la trama, al sistema/cuerpo en que se produce.
Desde luego que no tengo intención de entrar en el asunto Cataluña/España desde un punto de vista político, para empezar porque desde hace tiempo estoy convencida, y en este caso también, de que detrás que cualquier fenómeno desagradable a nivel macro, ya sea social, económico, ecológico o bélico, hay políticos/grupos de poder, que utilizan a las personas, los recursos naturales, el territorio o lo que haga falta, como medios para hacer algún negocio en el que saldremos perdiendo siempre los mismos y sólo ganarán los que movieron los hilos.
NACIÓN: Inventaron un concepto y lo creyeron,
mandaron a sus hijos y a sus pueblos a la muerte.
No había nada. Muertos.
Ellos siguen inventando.
Yo sólo veo ríos
Y campos
Y montañas
Tengo que reconocer que nunca tuve algo parecido a lo que llaman sentimiento nacionalista. Se dice que nacer en Madrid, como es mi caso, vacuna de semejante experiencia emocional; se dice también que es porque los nacidos aquí, con antepasados madrileños de varias generaciones, somos minoría y llevamos siglos conviviendo con personas de todas las culturas.
Pero tampoco me ha pasado con “ser española”, excepto cuando, después de mucho tiempo en algún país lejano, me da por echar de menos a mi gente, alguna comida nuestra o comunicarme en castellano. Y desde luego que esta añoranza nunca se acompañó de un sentimiento de desprecio ni hostilidad hacia lo diferente.
Seguramente por ello no estoy capacitada para comprender parte importante de lo que está ocurriendo, en relación a los nacionalismos sea cual sea el territorio en que se ubique. Pero no comprender algo no impide que no podamos convivir con ello. Más bien, si somos honestos, tendremos que reconocer que, en este mundo asombroso en que vivimos, entendemos más bien poco de lo que ocurre no sólo a nuestro alrededor, sino, sin ir más lejos, en nuestro interior.
Pero también es cierto que las personas sufrimos a veces una especie de compulsión a hacer como si supiéramos, como si lo tuviésemos todo controlado. En algo tan intrascendente como preguntar por una calle (yo sigo empeñada en hablar con las personas en lugar de usar el Maps) parece que poca gente se atreve a decir tranquilamente, sin angustia, ni culpa “no sé”.
Y podemos observar lo mismo en otros planos:
En conversaciones más confidenciales es fácil que cualquiera suelte eso de “a ese lo que le pasa es que…..” o “lo que tú tienes que hacer es…” y se quedan tan anchos. En la cirugía occidental se pensaba hasta no hace mucho que había órganos como las amígdalas, la vesícula o el apéndice que no servían para nada y se extirpaban sin pudor para que dejaran de molestar. No hay que ser muy inteligente pero sí tener algo de modestia para comprender que el cuerpo humano, después de millones de años de evolución, es un sistema mucho más sabio que los mismos que lo estudiamos y no parece probable que se tome el trabajo de fabricar o mantener algo inútil.
Pero sí parece ser propio de los humanos este hecho que hemos calificado como compulsión a creer que está muy claro lo que en realidad no se comprende o no se quiere comprender (en su sentido espacial de abarcar) y a extirparlo a veces, si insiste en dar la lata; lo que se llama comúnmente “cortar por lo sano”. Y esta parece haber sido, desde hace tiempo, la única respuesta oficial/política, que se ha intentado dar a lo que, sin ser nuevo, ya de manera radical, se ha planteado en Cataluña recientemente. Si a la ignorancia, le añadimos la intemperancia, el resultado sólo puede ser un desastre. Porque la realidad no se deja amputar fácilmente, especialmente cuando la sostiene un grupo grande de personas.
Hay situaciones, como la que nos ocupa, que obedecen a factores multicausales, que tienen además su propia historia y es ridículo y peligroso pretender resolverlas sin tener en cuenta su complejidad. Por eso, muchas veces y al menos provisionalmente, reconocer que “no sé” se trata de un gesto, no de ignorancia, sino de inteligencia porque nos da la oportunidad de darnos tiempo, de observar, preguntar, reflexionar… pero ello requiere algo tan raro como la humildad, necesaria para actuar con prudencia, – considerada por nuestros antepasados griegos, la virtud por excelencia, por ser el resultado de muchas otras virtudes. Pero humildad y prudencia, suenan a antiguas; vamos, que no están de moda y así nos va.
Lo que ha ocurrido entonces a nivel macro, en lo político, es que se ha pretendido liquidar algo molesto, como si fuera un cáncer superficial, sin haber calculado previamente la profundidad ni la extensión en que estaba afectado al sistema. Ante la inflamación emocional/nacionalista, no se aplicó un antiinflamatorio tipo no sé, déjame pensar, explícame un poco mejor, le damos una vuelta y seguimos hablando en unos días, seguro que encontramos la manera, vamos a preguntar a…. Más bien la respuesta, fue en dirección totalmente contraria. Cuando se yerra en el diagnóstico y se aplica un tratamiento indebido, ocurre que la herida se ahonda, se extiende y empeora.
El otro día, en uno de los momentos críticos, el sábado anterior al referendum, alguien envió un enlace a un grupo en el que participo proponiendo que opinásemos al respecto de que Cataluña se independizase, (al parecer se trataba de una emisora de radio que estaba recogiendo votos en contra) mi respuesta, saturada en ese momento de declaraciones en exceso apasionadas que llegaban de todas partes, fue algo así como Dios me libre de opinar nada en este momento y ojalá nadie opinara nada en un rato largo: todos al rincón de pensar/sentir hasta que estemos tranquilos y podamos ver, pensar, escuchar, comprender algo más antes de hablar. Para opinar, la inflamación tiene que bajar.
También se dice por ahí que las opiniones, son como los culos: cada uno tiene la suya. ¿Para qué sirven entonces? Depende de la carga emocional que lleven y/ o que haya en el ambiente: pueden, desde no servir para nada, o para apoyar la construcción algo grande y para desencadenar una guerra. Me viene a la mente ese pensamiento de Pascal sobre que la mayoría de las desgracias de la humanidad se derivan del hecho de no ser capaces de permanecer quietos y callados.
Al hilo de esto, nos centraremos ahora en las heridas emocionales que hemos sufrido o de las que hemos sido testigos estos días en medio de esta batalla. En mi caso, donde más de cerca lo he visto y más me ha dolido, ha sido con personas más o menos conocidas y queridas. Creo que muchos de nosotros hemos visto cómo, a pesar de compartir una cercanía afectiva, una amistad…. en cuestión de segundos a propósito del tema del nacionalismo se ha llegado a situaciones inesperadamente violentas, a veces con insultos y abandonos de grupos sin aparente marcha atrás.
Cómo tratar la inflamación
Hay palabras/frases/iconos que son como armas y se reconocen porque llevan una carga emocional “inflamada”; sólo buscan aplausos u otras consignas que apoyen lo pronunciado; quien escucha, lo nota porque siente que se inflama a su vez, como que se viene arriba interiormente; es el indicador de que hemos entrado en un campo minado ( si no estamos de acuerdo con esa opinión, claro) y hay que tener cuidado: procurar moverse poco, decir lo mínimo… porque la cosa de la inflamación puede ir subiendo – es lo que en comunicación se llama escalada (“pues anda que tú” ) y si nadie se retira, y la cosa sigue in crescendo, en cualquier momento salta la mina y salimos volando en pedazos. ¿Eso quiere decir que hay que dar la razón al otro o callarse? Para nada; un momento: sólo hay que esperar a salir del campo minado. Son palabras, pero no buscan hablar. Si alguien grita el nombre de su equipo de futbol sólo espera que se proclame algo que apoye, que sume; y si alguien al lado gritara el nombre de otro equipo diferente, sólo podría considerarse como una provocación. Son consignas que sólo buscan “hinchas” (la palabrita lo dice todo); así se hacen los bandos en el futbol y también los ejércitos y las guerras. La adrenalina es la hormona que alimenta estas palabras y necesariamente buscan o adhesión incondicional o confrontación abierta; no existe el término medio. Seguimos en campo minado.
Los nacionalismos, en la medida en que pertenecen al mundo de lo emocional, no pasan por el entendimiento y como ocurre con cualquier otro sentimiento, ponerse a razonar o a explicar el amor o la alegría no mejora la comprensión, sino más bien lo contrario.
Estos días, los responsables políticos sólo lanzaban consignas de guerra buscando organizar sus ejércitos (o conmigo o contra mí), lo cual ha hecho que la mayoría de las personas en un primer momento quedaran atrapadas en uno de estos bandos lanzando a su vez consignas que escuchaban en los medios de comunicación. De pronto se había abierto una trinchera a nuestros pies y tu amigo, tu compañero de trabajo o tu jefa estaban al otro lado dispuestos a disparar.
Importante también, evitar medios de comunicación que escupen miedo y veneno. Dicho sea de paso, los medios tienen una gran responsabilidad y es saber si su objetivo es lanzar consignas venenosas (la audiencia es un negocio) distribuyendo palabras/armas entre la población o si quieren trabajar para la concordia y la búsqueda de soluciones reales para todos los implicados. Creo que la mayoría se están apuntando a lo primero y que los que se venden como objetivos o neutrales están más bien animando la tensión y odio en ambos bandos.
Resumiendo: ante emoticonos/videos/palabras/símbolos que te llegan con carga bélica, observa que no buscan el diálogo y dobla tu cuidado. Si sentimos que el veneno se nos contagia y pide aplastar al vecino, aplicamos el antídoto: no es el momento de hablar porque el otro no está en ello; mejor esperar, sobre todo si es gente querida con la que tenemos que seguir colaborando y /o no estamos para guerras en ese momento. En todo caso, si te sientes interpelado y parece que el otro te pide opinión o que definas tu bando, mejor algo neutro con efecto antiinflamatorio tipo “no sé qué pensar, estoy procesando,” incluso “no me encuentro bien, hoy he dormido poco y me duele la cabeza, mejor hablamos mañana” , pero no como estrategia cobarde sino como respuesta honesta que sale de tu interior; y es así porque es alguien que quieres, que pide guerra y a ti no te nace ni entrar incondicionalmente en su bando ni en la guerra contra él y necesitas encontrar una manera, no para salvarte tú, sino para salvar a ambos.
En estos días también, en otro grupo, alguien volvió a decir eso tan repetido de: “os pido por favor que este foro quede libre de mensajes políticos; hay otros lugares y vías para que cada uno exprese este tipo de ideas”. Y no era cierto: en esos días no había ningún lugar, o yo no lo encontraba, ningún cauce donde poder expresarse, donde poder ser escuchado y poder escuchar a otros con calma. Sólo se podía hablar con los que pensaban y decían lo mismo que tú y resultaba imposible comunicarse de verdad con los de “el otro lado”. En mi opinión no es que no se pueda hablar, es que necesitamos aprender a hacerlo y cuanto antes, mejor.
Algo para recordar, si queremos iniciar el diálogo: cuando estamos muy implicados emocionalmente la visión se hace tipo túnel, el pensamiento tiende a lo obsesivo (pocas consignas que se repiten sin parar, como si estuviésemos capturados por sólo dos o tres ideas fijas) y la visión y la comprensión de la realidad están muy limitadas; no es momento de pensar, ni de hacer declaraciones ni mucho menos de tomar decisiones que tengan difícil marcha atrás.
La mente es como un paracaídas: sólo funciona si se abre (Einstein)
El desinfectante
¿Y que entendemos por hablar? como decía al principio, justo hoy salió la gente a la calle a pedir “hablemos”/ “parlem”. Hablar implica estar dispuesto a escuchar, no sólo a oír (que es espera a que se calle el otro para lanzar lo mío) porque lo escuchado puede y debe servir para revisar, abandonar partes de lo propio e incorporar algo de lo diferente, ampliar y enriquecer haciendo algo para todos. Se trata de abrir la mente y el corazón para poder construir opciones, puentes en lo desconocido. Pero para eso hay que querer, no querer ganar yo con los míos y con nuestras ideas para plantar la bandera, sino estar dispuesto a renunciar a algo propio a favor de conseguir algo mejor para todos. Ganar yo sólo, cuando otros pierden, en temas sociales nunca es ganar.
Comunicarse, cuando por fin es posible, funciona como desinfectante en las heridas emocionales: escuece porque entra en lo profundo, en lo mío, para quitar lo enfermo; escuchar lo que viene como extraño es asumir que no tengo la razón absoluta. Pierdo toda la razón pero también lo infectado de mi herida, lo que no circulaba y es necesario para sanear el tejido y construir algo saludable.
Hablemos/ parlem. Sobre el uso de las palabras: a modo de instrucciones.
El cicatrizante
Otro aspecto para mí muy esclarecedor del que me di cuenta en estos días fue que la posición ideológica en que estamos cada uno, por simplificar diremos de izquierdas o de derechas, se corresponde como un calco con nuestra historia infantil: qué ocurrió en nuestra familia en la guerra/postguerra, por qué bando fuimos dañados según los relatos que escuchamos en nuestra familia: quiénes eran los malos y quiénes los buenos. No sé cómo será en otros países o en nuestras nuevas generaciones pero los que crecimos escuchando a nuestros padres/abuelos el destrozo que hizo la guerra civil en la familia de cada uno, creo que quedamos marcados en cuál era nuestro bando y quienes eran los malos. Por supuesto que hay excepciones de personas que desde su infancia hayan hecho su propio recorrido para llegar a otras conclusiones. Pero para mí, darme cuenta de esto, supuso el reconocimiento real, profundo, de corazón, de que si hubiese caído en otra familia donde lo de los buenos y los malos hubiera sido lo contrario, estaría defendiendo a los que ahora veo enfrente. De aquí, para mí, se desprenden dos cosas:
En primer lugar, esto que está ocurriendo ha reabierto una herida que no debía estar cerrada, a la vista de los hechos y es la de la guerra civil. Porque unos días después del inicio de todo esto, el tema ya no era la relación de Cataluña con España sino de los dos bandos de siempre enfrentados: cada uno con su gobierno, su bandera, su ejército, sus consignas y el enemigo cruel en frente. Y me sentí muy triste recordando las dolorosas palabras de Machado:
Españolito que vienes
al mundo te guarde Dios.
Una de las dos Españas
ha de helarte el corazón.
cantadas por Serrat, ahora considerado fascista por algunos. (Este indicador, aunque aparentemente pequeño en comparación con todo lo que ocurría, no sé porqué me hizo ver con enorme aumento el tamaño de la locura y del absurdo al que habíamos llegado).
La segunda consecuencia es que nunca más quiero defender ni atacar con mis ideas; elijo estar desarmada: tengo que reconocer que la razón y la bondad no están sólo en “mi bando”; simplemente quedé adscrita a uno de ellos por azar, por la familia en que nací y si he permanecido ahí, es por el dolor que me provocó en mi infancia y que me hizo quedarme adherida por un sentido de lealtad profunda y sin fisuras, en una forma de juramento inconsciente, incondicional, generoso, como las grandes opciones afectivas que tomamos de niños. Tengo que reconocer entonces que a los demás les pasó lo mismo, que esa guerra nos dañó a todos y que no quiero perpetuarla más: no tengo nada que defender ni nadie a quien atacar: para mi ya no hay buenos y malos, sólo niños dañados entonces, que ahora son adultos a los que se les han reabierto esas heridas y sólo pueden expresan miedo y dolor; y aunque usamos palabras, a veces son puros lamentos, sollozos de pura desesperación.
Según el tipo de personalidad, el miedo y la desesperación, a veces llevan a atacar (cuando predomina la adrenalina) y otras conducen al aislamiento, la impotencia y a la depresión. Tampoco es el momento de hablar; sí de ofrecer consuelo y calmar el miedo que podría empujar a la violencia. Y vale aquí para los humanos lo mismo que para los animales: que atacan, si no es para comer, por sentirse acorralados, (salvo que estén drogados, que en nosotros es otro motivo para atacar).
Si comprendemos que hay heridas que evitar y curar y queremos aprender a hacerlo, hay una palabrita clave en el asunto y es “desafío”. Trabajo como profesora con adolescentes y de vez en cuando alguno de mis alumnos me reta en público cuando le he corregido su comportamiento, sé que no es el momento de responder con la fuerza. He aprendido que lo que mejor funciona es mirarle seria y callada unos segundos, esto hace que en la clase se produzca un silencio denso que, como se suele decir, puede cortarse con un cuchillo; la clase, que no es la primera vez que asiste al espectáculo del desafío, está esperando alguna forma de violencia, ese es el indicador para mí de que hay que soltar las armas: después de esta mirada mía y de este silencio que sostengo por unos segundos, con firmeza y tranquilidad, le digo al chico que al terminar la clase se quede porque quiero que hablemos.
Al terminar, siempre sin testigos, apoyándome interiormente en ese “no entiendo, no sé qué te pasa” del que hablamos al principio, le pregunto, le pido que me explique, buscando honestamente una respuesta que no conozco, algo así como “¿Qué te pasa?”. No sé qué le pasa pero sí sé que cuando alguien se comporta así, es porque algún tipo de desesperación le mueve. Y de ese modo, después de escucharle, procuro dejarle claro en esa conversación, que podemos hablar, que cuente conmigo, que me gustaría que trabajemos en equipo. Desde luego que nunca respondo en público con la fuerza, por ejemplo poniendo un parte, salvo que ya esté hablado con el chico en privado en conversaciones previas que no se han resuelto por las buenas. Y siempre cuidando de que el canal de comunicación y confianza entre nosotros no se cierre. Si se trata de ofrecer espectáculo (y nos atrae irremediablemente), por mi parte, que no sea de violencia, sí de respeto, de cariño y de inteligencia; por eso procuro, y, no es fácil para nada, recordar que me pagan por educar. He visto muchas veces salir a profesores del aula como si efectivamente viniesen de la guerra. Igual han puesto un parte, han conseguido una expulsión del alumno por unos días, parece que han ganado la última batalla, pero saben que volverán a tener que enfrentarse al siguiente asalto con armas más poderosas hasta que no haya más. Porque por la fuerza bruta gana el más bestia y este nunca debería ser el profesor ni el buen gobernante. La inteligencia requiere estrategia.
Fortaleciendo el sistema inmunológico: la resilencia
A mi manera de ver, todo lo que está ocurriendo podemos aprovecharlo para conocernos mejor a nosotros mismos, para ampliar nuestra capacidad de comprensión de lo diferente y cerrar viejas heridas: en definitiva, para crecer y fortalecernos como personas y como sociedad.
Existe una costumbre cuando los niños muy pequeños se caen o se dan un golpe con un mueble y consiste en que el adulto que está cerca se pone a llamar malo y a pegar al suelo o al pico de la mesa. Siempre pensé que echar la culpa al exterior, para intentar calmar el dolor del nene inaugura un patrón confuso y dañino cuando se sigue aplicando en la vida a toda situación en la que el encuentro con lo otro me duele. En realidad, la mesa o el suelo no se han movido de su sitio, es el niño el que se ha chocado. Pero no se trata de colocar la culpa ahora en el nene, porque no hay culpables: el suelo está duro y el bebé aprendiendo. De adultos seguimos aprendiendo y la realidad muchas veces se pone dura.
Todos los humanos llevamos dentro una fiera, necesaria y útil para algunas cosas en la vida, pero que si no la tenemos domesticada, puede complicarnos muchísimo. Desarrollar la capacidad de detectar la fiera, nuestra y del vecino y aprender a relacionarse con ello de manera inteligente, veo que es obligatorio, o por las buenas o por las malas. ¿Me voy a poner yo más salvaje que él? ¿Paso de largo? ¿Espero el momento en que la fiera, suya o mía, este dormida para hablar con mi amiga, mi pareja, mi jefe? ¿Me someto y me voy cargando de odio y amargura? Son decisiones personales que tomamos muchas veces al cabo del día, de manera inconsciente casi siempre. Para ampliar el tema recomiendo ver la película “Relatos Salvajes” (Damián Szifrón, 2014). Siempre es más fácil vernos a nosotros mismos en lo de enfrente y en modo espejo de aumento.
Yo se lo explico a veces a mis alumnos diciéndoles que tenemos dentro como botones y ocurre que una palabra o un gesto o alguien que conduce a su manera, pueden accionar el dispositivo que hace que salgan los demonios. Me nace entonces cargarme al otro “por lo que me ha hecho o dicho” y vuelvo a culpar al suelo o al pico de la mesa; la otra opción es asombrarme e investigar qué botón es ese que tengo dentro, que se activa tan fácilmente y que me hace perder la paz y buscar la guerra. Hay un dicho antiguo que dice: “No ofende quien quiere sino quien puede”. Y es importante reconocer que el otro sólo puede hacerme daño en la medida en que le doy ese poder. Si yo quiero dejar de ser marioneta de mis propios impulsos y miedos, si quiero ser más poderoso, más fuerte, me toca conocer esos botones que me hacen vulnerable y aprender a desactivarlos. Impulsividad y fortaleza pueden parecer lo mismo pero no lo son. La primera es una forma de impotencia, un simulacro que quiere aparentar fuerza.
Muchas veces, hablando con adolescentes sobre este asunto, cuando miramos por debajo de algunas conductas impulsivas ligadas a la cólera, lo que nos encontramos es literalmente, el anuncio “yo no soy tonto”: El miedo a no ser considerado por el otro, despreciado en la inteligencia, pisado, humillado… el miedo de nuevo. Eso me trae a la memoria también una frasecilla un poco puñetera pero muy reveladora: ¡Quien se pica, ajos come!: sólo me pueden ofender palabras que conecten con algo que está en mí, pero que pretendo mantener oculto.
¿Se trata entonces del intento de dominio salvaje del otro o del dominio de mí mismo?, este es resultado, no de la fuerza bruta sino del autoconocimiento. Consiste de nuevo en una decisión: ¿me dedico a intentar aplastar en el exterior palabras/banderas/deseos/demonios que no me gustan o me centro en reconocer lo que me altera y aprendo a mantenerme en equilibrio? Cuando mis alumnos, mi pareja, mis hijos, las declaraciones de un político, me sacan de quicio, cosa que al menos a mi me ocurre todos los días varias veces y decido echarles la culpa, les estoy dando mi poder y yo lo estoy perdiendo. Cuando me pongo a buscar mi “botóndelosdemonios” recién activado y voy descubriendo cómo funciona; por ejemplo cambiando el impulso a atacar porque “yo no soy tonto” a un “en realidad todos nos comportamos como tontos muchas veces y no pasa nada; si el que tengo enfrente necesita tener razón, pues para él”). estoy cultivando mi comprensión afectiva ante la necesidad o la desesperación del otro.
Si tomo esta decisión, no es porque tenga vocación de heroína, es sentido práctico: creo que es infantil esperar a que se resuelva sola esta especie de locura colectiva; si quiero y sé que quiero vivir en paz con todas las diferencias, me toca asumir mi responsabilidad en el pequeño/enorme territorio que me corresponde: yo misma con lo mío, mi familia, mis vecinos, mis amigos, mi instituto, mi barrio… Y considero que, cada uno en su sitio, todos somos responsables e imprescindibles al elegir algo que a mi manera de ver, no tiene elección: lo que no nos gusta fuera, sólo podemos cambiarlo dentro. Al hilo, de las palabras atribuidas a Gandhi:
Sé tú el cambio que quieres ver en el mundo
Y para concluir, un fragmento de un poema de Gloria Fuertes, que es a la vez un deseo: que podamos cumplir cada uno nuestro destino, siempre en paz.
“Si todos los políticos
se hicieran pacifistas
vendría la paz.
Que no vuelva a haber otra guerra,
pero si la hubiera,
¡Que todos los soldados
se declaren en huelga!
No pido votos,
pido botas para los descalzos
-que todavía hay muchos-“
Yolanda Martínez Povill
Madrid, octubre 2017